miércoles, 27 de marzo de 2013



Adrián 

Abonizio





LOS AUTORES 

VAN A LA ESCUELA









¿Quién es Adrián Abonizio? ¿Un ángel benjaminiano que registra la historia desde un asiento de trole?  ¿El ala proletaria de la trova rosarina? ¿Un ser con corazón de barco que boga por la ciudad guitarra en mano remendando madrugadas? ¿Un hijo de Echesortu al que Roberto Arlt y Frank Zappa pasan letra en sesiones mediúmnicas? ¿El cantor de los pibes escuálidos y las rubias histéricas?


Abonizio es una de las mejores plumas de la ciudad. En sus canciones o en el papel, quedan registrados los personajes y las vivencias más profundas de la cotidianeidad de los rosarinos. A menudo su observación se detiene sobre en el habitante del barrio o de los márgenes de la sociedad, pero también pasea su mirada por otros ámbitos, y no es raro que hunda su escalpelo hasta la raíz en un trazo breve y contundente. El humor cáustico pero piadoso que impregna todos sus textos evoca, en éstos que hemos seleccionado, el mundo de la escuela, de los alumnos, de los docentes.  


Los textos en prosa han sido tomados de Rosario 12, cuya contratapa de los domingos esperamos con ansia sus fieles lectores. Que los disfruten. 







2 de octubre de 2011


Un niño de seis años lee a Max Cachimba, le gustan los Monty Pyton, Les Luthiers y Cha Cha Cha. En el colegio lo acusan de no "prestar atención". La queja llega escrita a sus padres. El los interroga y se explaya. -Se volvieron locos en mi escuela...¿cómo se presta una atención si capaz que no la devuelven?. Festeja el chiste, pero los papás saben que tienen por delante el enigma mayor de sus vidas, ¿qué hacer con él, cómo explicarle, cómo va a aprender a moverse en la selva donde gobiernan los más estúpidos de la cadena zoológica?




Ella es una maestra que llegó del campo, ya mayor, y vino a dar a una escuela exigente, con chicos avispados y padres paranoicos. Los chicos la abruman y los padres la cuestionan. Confunde ser atacada con su incapacidad absoluta para gobernar con arte y eficacia el grado. Se victimiza pero ni le salen lágrimas, no sabe llorar. Es incapaz de indignarse y de sentir océanos profundos en su alma hueca. Por todo ello, para sí, se suele decir me discriminan porque vengo del interior.


8 de abril de 2012

Fraguaba las firmas de los padres en el boletín lleno de malas notas de sus amigos de la primaria. Maestro en el dibujo y el engaño. El tiempo pasó y hoy, el comisario Albornoz tiene delante al impostor, un artista consumado y envejecido detenido por falsificar billetes de alta denominación. Se reconocen al fin: Compañeros de banco. Me debés gauchadas, Che Alberto, le dice el preso. El comisario mira al cieloraso y se alegra de encontrar una solución. Vas a entrar pero por drogas: salís más rápido. ¿Querés un café?



19 de agosto de 2012

A Emilia la sorprendieron dibujando en clase en lugar de prestar atención. Por ende, como castigo le hicieron escribir cien veces: No debo malgastar papel. Ella como es vivaz, alegre y muy inteligente se divierte con el contrasentido. Sus papás en cambio, han intimado a la maestra a retirarse a las cavernas de donde nunca debió haber salido. Y le han comunicado que debe escribir cien veces en el pizarrón: No debo ofender a la naturaleza.



16 de septiembre de 2012


La mujer es distinta al hombre porque sabe multiplicar: Al parir un hijo vale por dos. Oía aquello en boca de su tío y se regocijaba: Al fin entendía las matemáticas. Un día cualquiera se acordó de la frase y se la propinó a la maestra. Nunca entendió por qué lo sacaron del salón. Su tío, un salvaje anarquista, le aclaró que aquello fue porque su maestra no conocía hombre alguno y menos aún sería mamá. -Esa mujer resta en la vida, no sabe sumar, culminó.



30 de diciembre de 2012


La maestra sugiere a los alumnos que dibujen y escriban sobre sus superhéroes. Todos hacen Hombres Arañas, Batmanes. El pibe, sentadito en su rincón entrega la hoja con el garabato de dos seres. La maestra no entiende quienes son. -Hijitus y Patoruzito, aclara el chico. Los demás se ríen. El, tal como le enseño su papá lo toma con paciencia. -Este chico atrasa, parece un viejito, comenta con tono idiota la maestra en el salón de profesores.







La abuela le ordena que escriba las oraciones sobre las rayas del cuaderno. Él se niega sistemáticamente: -Así las letras nunca van a aprender a volar- agrega.





6 de enero de 2013


El chico le dice a la maestra, tras escribir en su hoja. -A veces no me acuerdo de mis sueños porque caminan solos por las calles de mi memoria. Ella, abstraída, le da como respuesta que de dónde sacó la frase, que seguro se la robó a un grande. El pibe, enojado tira el cuaderno contra la pared y es llevado como un reo a dirección. El papá al enterarse espera a la maestra y a la salida le regala una antología de poesía surrealista. -Es para tu fin de semana, murmura suavemente. -Había uno de cocina pero creo que tampoco lo entenderías, acota.




20 de enero de 2013

Había un momento único, una tregua de los sentidos en que el pibe entraba en una dimensión donde no había luz, ni sonido ni pena. Todo se suspendía como una pluma en el aire que no terminase de caer. En ese instante era genio, salvador de almas, vidente, poeta, santo, viajero cósmico. Le agarraba en cualquier lado y duraba minutos.
- ¿Vos me estás escuchando lo que te acabo de decir?, lo retaba la madre.
- Alumno Ortíz ¿en qué piensa que no presta atención? Dígalo en voz alta así lo compartimos?, zumbaba la maestra.
- Maleducado te estoy hablando, cacareaba la abuela.
Ignoraban todo sobre el universo de lo invisible. "Por eso sufren", pensó el pibe, y descendió con suavidad, lentamente, a la tierra, como la pluma roja que ya estaba siendo su cuerpo todo.


10 de marzo de 2013


Revisa la mochila del hijo para comprobar que lleva todo, la barrita de cereal, las fibras. Desde hace un tiempo que el paquete grande de galletitas de su alacena desaparece jornada tras jornada. "¿Comés mucho en la escuela, hijo?". "No, comparto con los chicos pobres", contesta. Y pide disculpas por el robo hormiga y hogareño. El padre, emotivo consuetudinario, llora abrazado al pibe que lo interroga sin entender. "¿Pero que hice de malo yo?".






17 de marzo de 2013


Al pibe lo descubren como un gran escritor. Relata libre aconteceres diarios de la escuela, la visita a la planta de la Coca Cola, un match de volley, el olor a lluvia en al patio, el flamear de la bandera con una naturalidad y perfección apabullantes. Entonces la directora comete el infanticidio: Enterada de un concurso interescolar de redacciones lo lleva a un saloncito aparte donde, con una amabilidad pringosa le dan hojas y el título de la obra a seguir: Vida de un prócer. El mundo se oscurece. Al instante, como si un gran y quemante sol secara una laguna, al pibe no se le ocurre nada ni entiende qué hace allí. Suena la campana de las cinco y despierta con la hoja en blanco y unas ganas abominables de irse a su casa, tomar la leche y ver los dibujitos.


24 de marzo de 2013


"!De entrada, niños les diré que soy una maestra muy, pero muy gritona!" es la carta de presentación de la dama encaramada en el centro del aula. Los chicos que ya aprendieron a no temblar, elucubran cómo putear por lo bajo, decir lo que se considera malas palabras mientras ella, vocifera para conjurar la hechicería parlante. Saben que mientras grite estarán a salvo porque nadie puede oir y aullar al mismo tiempo.





El pibe entra al aula con sombrerito de rafia muy bonito en el primer día de clase. La maestra decide que se lo tiene que sacar. El niño protege su testa y su libertad. Ella reclama por una falta de respeto. El pibe de ocho años solo responde: "¿A qué?" Y es esa frase sola es la que la encrespa a la señora soberana del aula para llevarlo a dirección. El pide que le expliquen, ella que lo expulsen, pero el sombrero, que no es una mala palabra ni una falta de respeto a nadie, permanece en la coronilla del ángel libertario de ocho años. Su papá le ha dado armas para defenderse del nazismo escolar: La palabra.



La salida del colegio es una expo mujer: Las distingue maquilladas, vestidas como al descuido pero ordenadas en el detalle, un aro, los ojos levemente pintados, un pantalón ajustado, la boca roja. Detalles que ha detectado. Al principio pensó que la vereda de una escuela no era un buen lugar para seducir, pero luego entendió el juego: A esas mamás les importa no verse derrotadas, por eso se cuidan hasta el detalle. "No está mal", murmura mientras mira a una mujercita que fuma con aires de reina tras la baranda amarilla, esperando por su cachorro.






2 de julio de 2008

Las pelotas de la maestra



El recreo largo duraba veinte minutos y se desarrollaba en el patio central. Eramos como cohetes expulsados a una meseta donde sobresalían campiñas acolchadas en yeso, piletones de cemento, planicies patrias. Explotábamos con colorido y furia. El timbrazo. La libertad. Había un piso de baldosas, un mástil en el centro y afiladas puntas de los balcones salientes. Corríamos y los golpes con sangraduras, rodillas raspadas eran lo habitual. En la temporada alta -primavera- la salita de primeros auxilios se asemejaba a un hospital de campaña. Allí por vez primera descubrí el alcohol espumante, la oxigenada, que jamás hacía arder. Sangré y fui sangrado. La batalla se componía de dos recios caballos abajo -los gordos eran ideales- y arriba de cada animal, un jockey guerrero, munido de su regla de madera tratando de ensartar al otro, hacerlo caer al foso, chocar, morir, verle rasgarse la armadura de su guardapolvo. En aquel rectángulo de piedra lastimé a mi cabalgadura con un puñetazo acicateador Reprobado por la escena me echaron de la lidia. Me dediqué al peloteo. Dos arcos cuyos postes eran las carpetas y pelota de trapo concebida de antemano, en la intimidad de las casas nuestras. Como era un guerra ligera de quince minutos el armamento debía ser liviano y sin costo. Las de goma rebotaban mucho y eran presas fáciles para las maestras. Siguiendo vaya a saber qué tradición femenina ellas, al igual que las abominables vecinas, las capturaban y nunca la devolvían. -Se las llevan a los hijos, dijo acertadamente Pigui, mi caballo.

De ahí a imaginarse el escenario hubo un paso. La casa de la maestra, con brillos y colores donde brincaban enormes o diminutas pelotas de todos los diámetros y dueños. Ideé un plan: conseguir la dirección de alguna de ellas, entrar por algún lado y saquearle la santabárbara donde, además de enriquecernos con redondas múltiples, recobraríamos las nuestras. Estaba loco: ya dibujaba guerras intergalácticas con marcianos de seis ojos como nadie: ya conocía lo que había en el medio de las piernas de las chicas y había ya probado mi valor y mi demencia caminando sobre el borde alto del techo de la escuela a la vista de todos. Yo estaba loco. Pero volvería a esa época aún dejando lo que me resta de vida, regalándola, para volver a sentir el diáfano rigor de la aventura y la infinitud de no medir el riesgo. Era valiente por reflejo, no por vocación. Amar sin presentir. Hoy no estoy más loco, pero lo necesitaría. Una pena de medio siglo sin haberle visto los cuernos al demonio ni oído las campánulas terribles de los ángeles agobia: una medianía tosca disfrazada de buenas maneras, un auto acerado que me lleva lejos, una amante, el futuro resuelto. Pero en aquel tiempo no sabía nada de esto: era incurable y me había obsesionado el asalto al tren. El robo al banco. El rescate de un soldado herido. La casa de una de ellas.

Elegí la de Miriam. Fue un mediodía. La seguí desde la otra vereda. Dobló por Avellaneda y en un pasillito exiguo entró. Donde había una pintada de Perón Vuelve. Allí, me dije. Luego advertí al tipo conocido que saliendo de su auto parado en la puerta la siguió. Decidido, toqué el timbre y ella se asomó. Me miró a través de los diez metros del pasillo, era medio bizca y buscaba los lentes con la mano libre pues con la otra había tomado la precaución de no abrir del todo la vaina de la puerta. –Soy yo, alargué y confianzudo caminé unos pasos. La cadenita que había interpuesto me impidió entrar y me frené. Como en los cuadros de fantasmas, como si aquello fuese el cuerpo mismo de un fantasma vi, reproducido en el espejo frontal de un comedor, el perfil del padre de Pigui que se tiraba para atrás, en la semioscuridad de un recodo de comedor que apenas pude intuir, encandilado por el sol. -No, nada... ¿Usted no vio mi carpeta, señorita? Se llevó una mano a la frente, se acomodó los lentes, miró fijo y por sobre mi cabeza -¿Carpeta? ¿Cual carpeta? ¿Quien te dijo donde vivía?. -La de Ciencias, nada, es que me pareció que me la olvidé con usted. -No, mi amor, dijo con una voz agudísima que me chirrió en los oídos. La mano me expulsaba y su voz quería ser serena. Como pude pegué un salto y ya estaba fuera con el corazón tamborilleando por lo que había visto. La casa de las pelotas escondía un secreto. Un rumbo oscuro en el mediodía.

El campanario cerca les ayudaría a que el papá de Pigui pudiera regresar a tiempo para almorzar. No había pelotas ni depósito ni estanterías repletas ni claraboyas giratorias donde desfilarían lentamente para ser seguidas con la vista y con solo señalar la elegida esta bajaría solita a nuestros pies. Ya dije que estaba loco. Imaginaba paisajes, veía espíritus que se escondían tras los armarios. -Comé, ordenó mi mamá. Y dejá de mirar la luna. De fondo, la radio encendida, el bullir de la olla, el olor a huerta cocida. La llave en la puerta de chapa y mi padre sonriente. Lleva algo detrás: deja el bolso en el piso y me arroja, suavemente por el piso de la cocina grisado una enorme pelota naranja que viene rodando. -Me la dieron en la fábrica por el Día del Niño, anunció besando a mi mamá y pasando para el baño donde con fragor de soldado se lava ruidosamente las manos.

No se porqué, en un impulso se la llevé al Pigui. Pobre. Muchos no lo querían al Pigui. Por eso se sorprendieron y dijeron, "que era por haberlo hecho sangrar jugando a los caballos". Y los demás que estaba loco, bastante loco como para regalarle semejante preciosura a un gordo pelotudo.







14 de abril de 2010

Gauchito Gil



El Pibe destilaba un no sé que que nos ponía a todos nerviosos: no hablábamos del tema pero lo olfateábamos como a un enemigo y nos parecía correcto el rechazo común. Iba al colegio de tarde y estaba en un grado más bajo. Andaba erguido, cabeza de hormiga picuda y pelo de alambre. Las patas altas, muy largas metidas en el tronco, siempre hacia afuera, como orgulloso de su raza y de su parecer. Y un pecho paradito, enhiesto que nos ofuscaba. Uno tiene esas cosas inexplicables que con el tiempo convierte en fobias y rechazos, pero de chico explotan en el aire de nuestras cabecitas como granadas locas y circulan dentro de uno como serpientes enanas cargadas de culpa, rencor,  arrepentimiento y extrañeza.

Llevaba un aire antiguo conferido por el portafolios que le atrasaba décadas; limpio y marrón, usaba gomina y un cierto orgullo despectivo que suelen lucir los forasteros y que nosotros, los citadinos le adicionamos como excusa. Era de tierra adentro; su credencial con que marcar la cancha. Su arma sagrada con que defenderse de las acechanzas animales que crecían en el rellano de las esquinas. Es que así éramos nosotros. Animalejos  desarrapados que no  contemplábamos piedad alguna con todo lo nuevo que además, arribara almidonado y sin saludar.

El Pibito era recitador gaucho. Una vez lo vimos en club Lavalle y nos dio repulsa. Estuvo a merced de las lámparas, los bichos y el aplauso forzado del presidente sudoroso del club, hablando a los gritos; unos gritos ficticios de montonera de Güemes, irradiando paisajes ajenos y bastante idiotas donde abundaban las tacuaras, los caballos briosos y las cuencas minerales. Ya habíamos empezado a escuchar Santana y lo que el Pibito recitaba era mersa, sideral y jaquecoso por lo aburrido. Había algo en su decir, en su familia correntina que nos violentaba.

Era correcto el pibito. El Gauchito Gil, lo bautizó López porque deducía que era tan tonto como criollo, solo por eso, por esa semántica chueca le quedó el mote. Aún no habíamos alcanzado la dimensión en el arte del metáfora pero ya empezábamos a practicar para herir. Las palabras eran espadas que bien usadas producían heridas. Aborrecíamos. Despreciábamos. Mirábamos al mundo con pena. Parados en la esquina, odiábamos las familias, la escuela, los autos y los despertadores, las niñas y los colectiveros. Teníamos casi catorce y la vida se nos iba moldeando en música foránea, cigarrillos Clifton, retos violentos, narices sangrantes.

Entonces, créanme que su sola presencia nos ponía malhumorados; chocaba con nuestras creencias de vagabundeos y boheme temprana. Ahí, va, dijo Toledo con una voz de rencor mientras se clavada un palo en su palma tentando a la sangre a salir.

Ahí va el boludito, el cantor de las cosas nuestras con su voz de pito, negrito de mierda. Le asestamos un terrón que le pegó en plena cabeza engominada. Se nos vino con su vocecita encocorada. Lloraba.

Son malos, dijo. Mala gente, Dios los va a castigar.

Toma castigate ésta, le alargó López y le puso un castañazo que lo hizo brincar sobre un solo pie para culminar su danza de trompo con el pecho en un charco. Aleteó y al levantarse, inflamado el ojo, oímos lo que nunca

¿Por qué? ¿Eh?, ¿Por qué? -nos inquiría aquel ser venido de los montes, desigual a nosotros que nos recitaba gauchajes a nosotros, a nuestro mundo de camperitas de cuero y botitas prestadas. Menos aún, magullado como había quedado, tenía autoridad alguna para cuestionar el universo obtenido a costa del desprecio. Me dio enojo y lo reempujé. Eramos los Malos, los que ofendían, humillaban, pegaban y devolvían la basura al mundo.

¿Por qué? me apostrofó, A vos te digo ¿por qué?. Estaba fumando y ya me creía con virtudes filosóficas. Le miré el uniforme, los mocos, el barro.

Porque sos un buchón de la patria-, le dije de corrido y me lo festejaron. El Pibito juntó sus cosas. Alguien amagó con patearle el culo. Yo lo detuve. Era demasiado.

Ahora andá, pelotudito, le dije pegándole un tinque en la oreja, andá a tu rancho de indios putos, le descargué. Fueron palabras mías pero me sonaron como si no me pertenecieran. Palabras. Fealdades realzadas por el aplauso de la barra. A las noche soñé que corríamos en el club tras unos ratoncitos negros que una vez dentro de nuestros estómagos nos raspaban las tripas, queriendo salir. Desperté meado en la cama pensando en el Pibito. Por qué, había preguntado. Por qué. Eso era todo. Estaba asustado de mi bronca como si un hechizo agrio, un mal de profundidades inmundas nos hubiera rozado a todos. A la mañan en el recreo los tres, Toledo, López y yo evitamos mirarnos, menos aún hablar del tema. Teníamos una banda, uno mostró una sevillana para recordarlo. Luego sonó el timbre y nos ordenaron formar para el acto. La bandera arreada por la señorita de tobillos de cabra con los lentes, sus dientes postizos; la marcha Aurora y tras cartón entrevimos por un costado, parche al ojo al Pibito, al Gauchito Gil subir con su pechera blanca, botas verdaderas y caja norteña en mano. Rengueaba. Lo  presentaron y empezó a declamar: era insoportable pero ni ello rebajaba nuestra condena por el crimen que nos caminaba las entrañas pero del que no hablábamos.

Vimos el acto con una sonrisa de lado, superior, que más de una vez me persiguió después, cuando continué haciendo cosas estúpidas.

!Aquí, aquí esta al patria! -cerró gritando el director. Entonces, créanme que tuve una revelación que no le pude transmitir a los dos cómplices. No era el Pibito el culpable, no eran contra él, sino contra los apropiadores de la palabras nuestros golpes: las palabras amor, escuela, bandera, himno, escarapela se nos había ido borrando; eran un paquete marchito donde nunca hubo nada dentro; eran sin embargo una piedra fosforescente que llamaba, reclamando. Era todo lo que nos habían enseñado a odiar con sus fétidos alientos y sus castigos. Ignoro lo que dije pero a ambos integrantes de la gavilla logré trransmitirles ese sentimiento.

Como era el que había punteado con la idea, esperé al Pibito y me adelanté. Le puse mi mano en su hombro.

Es difícil de explicar, pero vos, vos no tenés la culpa de nada. López y Toledo miraban el piso. Entonces el Gauchito Gil, el pibito ecuménico, funcional a todas glorias, emblemas y águilas guerreras, servicial, señero y erguido, lejos de darme la mano en reconciliación o un abrazo sencillamente me largó un gargajo.

Yo sentí que era la patria, créanme, la patria misma quien me estaba escupiendo.







16 de septiembre de 2009

Hacer el amor es una mudanza invisible



¿Quién podía pensar que encontraría al amor en una mudanza?. Nadie, pero lo hice. Llevábamos los bagallos atados en la cabeza era ropa liviana, almohadones con mis primos cuando la ví. Teníamos que dejarlos en la parte trasera de la chata celeste que comandaba mi tío cuando se me vino encima: pasaba por la vereda de enfrente y la reconocí: era de la escuela, de los turnos tardes, en los claustros altos. Ester se llamaba. Po de apellido como el río de Italia. Caminaba como las gimnastas pero con la cabeza echada hacia adelante en una especie de reconvención monástica con determinación del que está orando y a nadie percibe, salvo sus pensamientos, sus arroyos personales. Pasaba desapercibida salvo para mí. Había descubierto en ella una belleza potencial que habría de fulgurar si se la sabía  encender, si esa llama portátil que consistía en el cuerpito de una mujer era soplado sin ferocidad y con talento. Dirán: es excesivo el argumento para un chico de doce años ¿Y con eso? ¿Quién puede afirmar que no pensara en aquello sólo traducido en torpezas de primate de vientre caliente con el corazón apurado y las manos frías? Los chicos saben cosas de honduras interminables sólo que no tienen el lenguaje para semejante cartografía de gruta, de silencio y abismo. Ella era hermosa pero aquella brillantez de magia me sería reservada para mí si obraba con prudencia. Mientras, atravesaba el ancho mundo de los corredores de sus calles con la insignificancia de una chica común. Era invisible para el resto. Sólo a mí me estaba destinado abrir los altos portones de luz que conducen al Amor. En un decir, estaba enamorado. Rubén mi primo me susurró al pasar. Eh, no es para tanto. Hay más lindas. Yo hace rato que estaba detenido con el pie apoyado en el paragolpes de la chata viéndola irse hasta que dobló la cortada. Mi timidez era monstruosa. No me acercaba a ellas porque me trababa, pero podía actuar en un acto escolar. Imitar a otros. Contar inventos y hasta sacarme por debajo la malla en la pileta del club. Era fuerte, ingenioso. Peleaba con fiereza para que me vieran, luchaba en un partido hasta la hazaña; todo en la presunción que llegarían hasta sus oídos de diosa como se debatía un mortal en sus territorios. Juzgaba que la sola existencia de mis actos la habrían de acercar hacia mí. Allí estaba yo entonces, detenido en el cielo de altar de sacrificio junto a la chata celeste. Ya estaba acabando de pasar: era más alta que yo y nariz de ratoncito respingada. Un encantamiento extraído de un film donde era ella la pordiosera, la Cenicienta postergada a la que nadie aún ha brindado su capullo de manzana roja, su color más escondido. Me gustaba hacer el amor: en eso consistía, ello creía yo que era cuando por vez primera escuché la frase "el tipo hacía el amor". Debía ser eso: imaginarse, construirlo, hacerlo, moldearlo, ayudarlo, imaginarlo y formarlo. Fue creciendo y creciendo. Yo estaba haciendo el amor. Era eso. Mientras, el tiempo transcurría en algunas horas muertas en que el cielo se cubría de pájaros malos que chirriaban, que el universo agobiaba con palotes y dibujitos escolares, olor a estufas y pedos escolares. A madre con santuario y llanto por su hijita muerta, hermana que nunca ví, o algún dramón de hermanos batallando por  herencias, Julio Sosa, alto en la parodia de un muerto que cantaba, mi padre en su palomar, sin hablar, sólo silbándole a sus halcones negros que quería más que a mí. Ocurrió aquello en una esquina: confrontados por una pelota esquiva fuimos a dar ambos contendientes contra un portón y allí sudados tratamos de cortar una pelota ya mascada por la patadas y llevarla hacia el redil de un arco con piedras. Entonces pasó ella. Mirando a la distancia sin ver. Un instinto de saltar a un vacío me diezmó el estómago pero una fuerza añeja y desconocida me creció en el pecho. La tomé por su brazo, un brazito de sueter mostaza. Se asustó. Yo estaba sudado, echando fuego por la boca y no era esa la mejor entrada al reino. Le dije que siempre la veía, que la esperaba y que no aguantaba más sin su amor. Fue a un apartado donde la fui conduciendo sin arte, ella como asomada a un pozo, la barra callada detrás, asistiendo a un asesinato o a una coronación. Me miró, era corta de vista hasta la exageración. No te conozco, no sé quien sos y sacame la mano del brazo. Soy de tu colegio del turno mañana. -Ah, dijo y empezó ella súbitamente a oler a violetas: estábamos bajo una parra de glicinas. Vos, vos, tartamudeó... Seguí jugando y se quitó de un suave empellón mi torso. Vos, sos muy chico para mí todavía.

Volví a la querencia. Habían visto y oído todo. De nada valía aclarar. Se suspendió el partido. Yo ya era invisible.

Nos sentamos en el mármol de la sodería. Era la tarde en la languidez de vacas muertas en el cielo de nubes que flotaban.

Toledo, eficiente, bestia pero fiel, habló.

No es para tanto! Te dijo que todavía sos chico para ella. Pero los varones crecemos más rápido. Cuando la alcancés te ponés de novio y la dejás por otra. Sí, pero ¿cuánto falta?, interrogó el Fabio buscando precisión.

Ellas crecen menos que nosotros, exclamó. Vos y al tocarme me volvió de nuevo visible en unos meses la pasás en edad, acordate lo que te digo.







2 de junio de 2010

Viejo ciego, llorabas...


Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era
buena, cuando tenías en tus ojos el sol:
pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,
qué es lo que esperas, ciego, qué esperas del dolor?
En tu rincón semejas un niño que naciera
sin pies para la tierra, sin ojos para el mar,
y como las bestias entre la noche ciega
sin día y sin crepúsculo se cansan de esperar.
Porque si tú conoces el camino que lleva
en dos o tres minutos hacia la vida nueva,
viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?
Y si por la amargura más bruta del destino,
animal viejo y ciego, no sabes el camino.

                                   Pablo Neruda


Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el tiempo. 

Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca, pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó justiniano. 


De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a matarme en los 100 metros motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se jugaban con pelotas y con las manos. 

Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso, la desaparición.


En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra, empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de la Pestalozi para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre fui el que más lejos veía.

En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en calzoncillos.

Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.

Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.

Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte de ella.

Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche. Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe. Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable granadina en mi mano.

No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el poema de Neruda.






30 de junio de 2010

Los trenes del escarabajo


El Escarabajo vivía en la fonda almacén de Marga, entrando por su costado, al final de una especie de patio de gramilla recubierta con chapones vivero accidentado y pobre . El laterío, patos escandalosos, una bruma permanente, soga de nylon con ropa y tacuara para sostener, la trompa de un Ford desdentada y con óxido y lejos, como quien va para Córdoba, una fila de eucaliptus que limitaban el mundo real del imaginario.


Todo lo demás era un predio inmenso con olor a pólvora o algo así; olor de huesos de difuntos quemándose en la usina de la necrópolis; el sorgo convertido en humo que escapaba por la chimenea rojiblanca. El Escarabajo tenía una hermana que lo proveía de alimento y compañía. Era deforme, baldado en una pierna, con una joroba desarrrollada e iba a nuestra escuela en un grado superior. Con esa predisposición hacia lo horrendo que yo investía de piedad, fue que me acerqué a su agujero. La excusa, insensata, poco creíble era invitarlo a jugar a la pelota con nosotros. En realidad, yo ya andaba en esa edad donde necesitaba el temple del absurdo, las caminatas por espacios aéreos y solitarios, la investigación y corroboración que habría un mundo diferente al estigmatizado, más allá de Avellaneda, la luna elegante sobre el campanario, la cena familiar, un mundo previsible y amable donde, digámoslo, nunca pasaba nada. Por eso me adentraba en los andurriales atravesados siempre por vías que dejaban pasar cargueros hasta el tope con afrecho o esos gordos petroleros hinchados y malolientes. Había un mundo y yo estaba en él.

¿Por qué iba a rechazarlo en pos de una merienda organizada y un Hijitus que ya me resultaba incómodo? Fui hasta la tapia que se caía de vieja, dí palmas y el mismísimo Escarabajo me abrió. Me miró sorprendido. Su pregunta, destemplada, me causó gracia, porque había en ella una ternura que me llenaba de ánimo ¿Qué pasó? ¿Qué hice? Yo lo tranquilicé y le señalé de donde venía y los motivos: una invitación para jugar a la pelota. Tenía la boca dientuda sucia, como si lo hubiese sorprendido con el hocico dentro de un frasco de dulce.

Estaba trabajando, ¿querés pasar?. Iba delante y no paraba de verle la joroba, horrible, inmensa sobre sus piernas flaquitas que parecían apenas poder sostenerlo.

Vivo solo acá en el fondo, mi tía tiene la granja adelante pero yo vivo solo. Torció una puertita verde y penetramos en su habitación. Era de las antiguas en serio, con techo cuadriculado a ladrillos, a dos aguas. En el brasero se quemaban hojas de eucaliptus. En un rincón, bajo una lámpara fortísima estaba el objeto que me estaba señalando: un tren de madera balsa a medio hacer. Luego, en las repisas de fierro otros trenes y más y más vagones de todos los colores y formas, con sus números matriculares, sus máquinas y sus vías. Me acerqué como a un templo.

!Fiuuu!...silbé admirado! No sabía que eras un artista de verdad!. Se sonrió. Le faltaba un canino.

Por eso nunca juego, me dedico a esto más bien.

¿Más bien? !Sos un artista che! Y era verdad. Obritas de arte construídas a espaldas de la ciudad, deshechos que él juntaría en las vías o pediría por ahí con su vocecita tímida escondida en la caverna profunda que fabricaría su joroba. Tuve una iluminación. Me habían nombrado hace poco, junto a Danieli, responsable del Club de Arte de la Escuela., dada mi propensión al dibujo. Yo sería su curador, su representante. Le expliqué todo a borbotones con ilusión verdaderas y lo convencí que sacara a la luz sus perfectas reliquias para que el mundo se entere que debajo de esa piel de viejo, ese saco agrisado de ratón, esa pobreza congénita, esa deformación había un mago maravilloso. Arreglamos que para el lunes siguiente hablaría con las maestras, les informaría, vendrían a buscar sus obras y las expondrían bien visibles a la entrada del colegio.Se despidió con cara de susto. Me fui caminado cerca de los zanjones para no perderme pues la luna ya brillaba alto y debería llegar al cruce de alcantarillas para allí doblar hacia la avenida que me conduciría a mi casa. Cené con la vista perdida y una semisonrisa de orgullo patriótico por el descubrimiento y el acto de justicia que estaba por protagonizar. Faltaba un día para el lunes y era una eternidad. Me tiré en la cama y leyendo a Crusoe me quedé dormido. El lunes, bañado, limpio, exultante pedí permiso y fui a hablar con la Directora de mi idea. Solo recuerdo la naúsea y un leve zumbido que me entró en la sienes al oir aquello.

-Ay no, mijito...los trenes, los trenes...representan al peronismo, a Perón mismo y toda alusión está prohibida,...son cosas que usted como educando no entiende pero a nosotras nos tienen cortita en el Ministerio con la idea! Y se llevaba las manos al pecho. Me hacía oler sin querer su perfume de vaca hermoseada.Y se tornaba monstruosa, creciendo al punto de reventar la sala con su busto enorme y su boca roja de la que salían serpientes, barro, letras impresas, lava de volcanes.Me retiré sin saludar: era ya un niño fantasma. Me habían asesinado por la espalda y hedía como un cadáver. Evacué en el baño una pedorrera dolorosa e interminable. Anduve hasta el recreo vagabundeando por la escuela como si un monstruo me hubiese ya comido el alma para siempre.Con pintura saqueda del salón de Arte dibuje una vaca horrenda con las palabras PUTA al revés en la ventana, para que todos en el recreo miraran. Con el timbre repiqueteando recogí mi valija y me escapé hacia la casa del Escarabajo. A mi me sancionaron con una semana de suspensión y a él le allanaron cordialmente la vivienda: querían contemplar in situ el material subversivo.Creo que se lo llevaron a la frontera de otra escuela donde debe haberse muerto de pena. Por mi pertenencia blanca y mis contactos me dejaron vivir, degradado en galones,sin Aula de Arte ni nada.

Cuando crezca a esto lo voy a escribir, me dije esa noche en la semioscuridad de mi pieza, mientras lejos, como quien se va para otra vida mugían los bravos trenes de lidia que atravesaban la noche.






5 de enero de 2011

¿Quién dijo que el mar es verde?


* En colaboración con Víctor Maini


De pibe tenía una obsesión, Adrián, conocer el mar, pero estaba mucho más lejos que para otras personas, y que sólo debía conformarme con la Picasa, cuando íbamos a visitar a unos parientes en Rufino.

Lo buscaba en las revistas de la farándula, en algunos programas de tv en blanco y negro, y en varias enciclopedias, pero me quedaba con los relatos de algunos conocidos que habían tenido la suerte de verlo, entre ellos el de la solterona Mercedes, profesora de geografía en un secundario, que tenía la habilidad de enfriar todo lo que hablaba, hacerlo técnico y mas lejano aún, como explicarme delante de una foto al lado del lobo marino como si fuera un mapa geográfico, que el mar argentino tenía una soberbia plataforma submarina cosa que no contaba el océano Pacífico y era la que ocasionaba esas olas de más de dos metros que se podían ver al final de la foto.

-Yo lo presentía en las propagandas de Hawaianas, donde se veía una sandalia al lado de almejas: ¿Como no las levantan?. Esa indolencia me desesperaba. E imaginaba andar por las playas de ensueño con una bolsa de arpillera juntando caracoles, láminas de strass sicodélico, tesoros de nácar con olor a sal. Mientras los turistas se refrescaban el orto en el agua, perdiendo el tiempo, Víctor.


Al otro día le pregunté a Elalberto, sodero de la Liverpool de la calle San Luis, cuanto medía el camión cargado que manejaba, "que se yo, más de dos metros," me contestó a la pasada, desde ese día me quedaba al lado del Bedford imaginando que una ola gigante me envolvía, Elalberto siempre me lo agradeció porque pensaba que se lo estaba cuidando.


Generalmente no iba a la escuela los días de lluvia, pero castigado por haber canjeado un vuelto por tres paquetes de figus ese día tuve que ir. De mi grado éramos tres nomás, a tal punto que juntaron a todos los alumnos de la escuela en una sola aula, la mía, y a mi lado no lo tuve al ruso Benzecri como todo el año sino que se sentó Anita, una piba de un grado mayor que había visto en algún recreo. Pero nunca me había fijado en ella, jamás había visto ni había imaginado ver semejantes ojos verdes, ni escuchar un cantito entrerriano que me ponía la piel de gallina.

-Anita, Anita, ahora se va a poner a dramatizar sobre la pibita: éramos chicos, ya sé que duele todo mucho más y los grandes creen que nos olvidamos fácilmente: nos cambian de colegio, nos mudan y cada movimiento de revés es un desgarro. ¿Pero cómo le digo a Víctor lo de Ana, Anita, la más linda de todas? Este es un sensible de verdad. Esta noche, en el billar le hablo.

No podía decir ni una palabra, ya que sentía lo mismo que cuando mi tío Santiago, un tipo grande como una casa, y con la fuerza de diez personas, me tiraba para arriba y me atajaba antes de tocar el piso, o cuando me subía al Gusano Loco, lo tapaban con una lona y empezaba a girar para atrás, allí tampoco decía nada, es más estaba más cerca del grito que de la palabra, igual que aquella tarde.

Pero a Anita le gustaba hablar mucho, noté que pestañaba demás cuando lo hacía y que para escuchar abría grande sus ojos cuando se sorprendía, por lo cual comencé a contarle historias increíbles para poder observar ese verde mar que me llamaba y poder acercarme a esos dos chispazos, a esos dos fuegos que habitaban detrás de sus pupilas.

-¿No te dije? Escribió todo esto por ella. No olvida, es como los búfalos, capaz de esperar al cazador que lo hiriera, digamos un año antes, y boletearlo de un cornazo. Ahí está. Se pone de nuevo a hablar y no lo para nadie.

Quien iba a decir que en esa aula amarronada y entristecida por una educación pasiva, hubiera sentido tantas sensaciones, sin haberme movido de mi lugar de siempre, que a partir de ese día una mujer nunca fue lo mismo para mí, y que comencé a dudar de dichos escuchados como "ojos que no ven corazón que no siente", porque hacía varios días que no la veía y seguía sintiendo lo mismo.


Salí a buscarla, me habían dicho que vivía por una cortada al oeste de la escuela República de Chile, no podía seguirla porque su papá la venía a buscar en una Apache todos los días, lo cual me indicaba que cerca no vivía, pero nunca tan lejos, nunca pasando Avellaneda, ¿Había vida más allá? ¿Acaso se podía volver si uno cruzaba, acaso el cine Echesortu y Echesortu Sport, no eran la Aduana de esta frontera seca? Trillé todo el verano con mi bici y con mi mente fronteriza estructurada en la misma escuela donde conocí lo que estaba buscando, pero al llegar a la avenida me quedaba sentado en la bicicleta, como la pintura de San Martín en el caballo blanco, pero con cero coraje para cruzar semejante cordillera.

Esperé marzo que iniciaran las clases como nunca, me dijeron que se había vuelto a Diamante, empecé el largo camino del olvido.

-No se nota: estás de novio con el Recuerdo. ¡Y ya sos grande! Dale, jugá con la del punto que te quedaste colgado en las alturas. Mejor te cuento: yo, que anduve atravesando Avellaneda y me animé para volver cagado de miedo, puedo decirte que Anita murió mucho tiempo después en Europa, donde hacía la residencia como médica: la mató el novio, un loco egipcio y la dejó en la playa, celoso porque le descubrió en una cajita de cuero cerrada con llave Ana olvidó ese día bajarle la tapa fotos de su país, el cuaderno de papel araña azul con dibujitos y uno que mal que mal eras vos y debajo, en letras coloridas y despatarradas la frase con el error incluído: Víctor, Mi Movio. Uno se entera tarde y mal de las cosas. Cosas de la magia, insensibilidades de angelitos necios y estupidizados de tanto volar en vano sobre un océano gris, aburrido y torpe como el que narraba la de Geografía.

A mi soledad ahora la acompañaban dos obsesiones o quizás era la misma, al final de ese año mi hermana con su novio en un Fiat 600 con portaequipaje y una carpa me llevaron a Mar del Plata, llegamos justo al amanecer, por fin frente a frente, por fin algo que supere a mi imaginación, no sabía del ruido de sus olas como tampoco sabía de la voz de Anita, no sabía del viento que me peinaba los cabellos, como no sabía del pestañar de una mujer. La única diferencia que pude sacar es que el amanecer en el mar tiene un solo sol.











VIDEOS

Mi dulce Señorita



Señorita,
no toda la verdad viene escrita.
Señorita, el mundo elige sus víctimas.

Pobrecita,
junto al mástil en mañanitas,
parecías una congelada estampita.

En los mapas
calcados con papel y tinta china
flaca estaba la sombra de tus pantorrillas.

Fuimos parte,
de tu soledad, tus buenos días
pero no te dabas cuenta que nos envenenaron la comida.

En los actos
a veces tu voz los presidía.
Y yo actuaba como el cantor de la partida.

Viejo cine
entrada por la calle Alsina
perdí la inocencia, escapando de la justicia divina.

Señorita
el mundo elige sus víctimas,
Si acá me ve usted, con el revólver ganándome la vida.







Dormite patria



Dormite patria sobre mi camisa
olvidate pronto de los que te pisan.
Dormite patria que la noche es fría
y hay un viento blanco sobre la avenida.
Quiero llevarte como cuando era otro
y te lucía flamante sobre el guardapolvo
todavía no había crecido
y estabas prendida a mi solapa blanca
como un papelito.

Dormite patria que los corazones
te harán de almohada para los pulmones.
Dormite patria que suena la radio
y alguien que te nombra lo dice cantando.
Quiero llevarte porque siempre es invierno
y no tenés un techo y están los lobos sueltos,
Malena, Carlitos Gardel y los caudillos,
las madres de los pañuelos
y los hijos de mis hijos.

El que vende flores,
yo que hago estas canciones,
esas chicas de las tiendas,
los que arreglan los motores,
te vamos a hace una ronda
que abarque todo el mapa
y entre provincia y provincia
no habrá límites ni nada.

Dormite patria como mi enamorada,
llevo tu corpiño atado en mi lanza.
El último aliento, la canción que me queda
es que seas distinta a la que vi en la escuela
Quiero llevarte como cuando era otro
y te lucía flamante sobre el guardapolvo,
todavía no había crecido
y estabas prendida a mi solapa blanca
como un papelito.  

Dormite patria
que en la cuadra aquí cerca
suena ya la murga para que te duermas.
Dormite patria pero dormí conmigo
para que la muerte se lleve al domingo.








 Adrián Abonizio

Biografía tomada del sitio lamusicadesantafe.com.ar




Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, 31 de julio de 1956.

Escritor, autor, compositor e intérprete de música popular, Adrián Abonizio es, sin duda, uno de los más singulares compositores de su generación. Abonizio ha compuesto canciones que forman parte entrañable del imaginario popular rosarino, como “Mirta, de regreso” y “El témpano”, entre otras. El artista coincide apuntando estos temas cuando debe responder cuáles son los temas que más aprecia entre los de su producción. Podría agregarse “Dios y el Diablo en el taller” y sólo con éstos Abonizio habría concretado un invalorable aporte a la música popular argentina. No obstante ello, sigue produciendo canciones y enseñando a componerlas. Su simbiótica relación con la cruda realidad de los tiempos que le tocan vivir le permite escribir crónicas descarnadas de perdedores y hombres comunes que transitan por su mismo tiempo histórico, sufriendo los mismos reveses y festejando las mismas alegrías. Algunos de sus temas integran los repertorios de Joaquín Sabina, Amelita Baltar, Liliana Herreo y Juan Carlos Baglietto, sólo por citar algunos de los muchos intérpretes que recrean su obra.


Su carrera despegó en los años 80, cuando Juan Carlos Baglietto llegó a Buenos Aires junto a su grupo como punta de lanza de lo que luego sería reconocido como el movimiento musical la Trova Rosarina. Aunque no existió orgánicamente –y entre los antecedentes de un supuesto movimiento sólo podría contarse la existencia de Amader y Canto Popular Rosario-, ese grupo de talentosos músicos que surgió con la apertura democrática fue como la espuma de un mosto que venía madurándose durante los largos años oscuros de la Argentina. Adrián Abonizio surgió de esa cantera y construyó un camino que aún transita como cancionista y al que luego agregó su labor como escritor.


Vale la pena rescatar el relato sobre sus primeros años, de su puño y letra:

“Nací en en el Hospital Ferroviario (Italia y Viamonte), pero me crié en barrio Echesortu. Nacer es abrir los ojos y lo primero que vi fue una canchita de fútbol: la Colombres, en Rioja y Carriego, en ochava con la casa de Rubén Goldín. Una casa de madera, zanjones y calle de tierra. Luego nos mudamos más al centro, Alsina y 3 de Febrero, a una casita como la de Tucumán, con nuestra abuela viviendo delante. Una casa sin revocar, con un solo dormitorio para cuatro y un patio chico, y arriba una terraza con criadero de palomas. El Cine Echesortu a dos cuadras y la canchita de San Francisco Solano, a tres. La iglesia en domingo hasta que en una confesión me dieron arcadas y abandoné misa para siempre. Luego otra mudanza a la cortada Zavalla al 3900 donde uno podía estar en la calle sin peligro alguno y vagar hasta las inmediaciones del Cementerio de Disidentes, jugar en la Canchita Carrasco soñando con ser crack. Pero la música pudo más y empecé a aprender guitarra en la casa de los Chianelli. Muro de por medio solían ensayar Los Trovadores, con el Chato y Romerito en punta. Los oíamos pared de por medio mientras jugábamos a las cabezas con una pelota de goma y escuchábamos la música beat, o la salida de un piano que Juan, el mayor, tocaba para nosotros. Una buena infancia con olor a sudor, salvajismo inocente, música, fútbol, las primeras chicas. Entendí muy temprano que si no me hacía jugador sería músico. Y así fue. Copiando a Los Trovadores armamos Los Pequeños Trovadores y recorrimos carnavales, clubes, concursos radiales, etcétera, etcétera, en un periplo que nos entusiasmaba más allá de los premios. El premio mayor vendría después, con la profesión y la sensatez de haber elegido bien”.

El músico, que también selecciona “Canción Esdrújula” y “Príncipe del manicomio” como las preferidas de su producción, tuvo como fuentes de inspiración a grandes nombres del folklore argentino como Jorge Cafrune y Gustavo “Cuchi” Leguizamón; a representantes del beat, como Litto Nebbia, y a los grandes del rock Luis Alberto Spinetta, Charly García, Frank Zappa, Jimy Hendrix y Los Beatles. También a los representantes cabales del jazz y de la música brasileña.


Sus comienzos artísticos se remontan a El Principio, su primera banda. Después surgiría Irreal, el grupo que luego tuvo como cantante a Juan Carlos Baglietto. Aunque sus características siempre fueron las de un compositor que interpreta su obra, también se registra el paso de Abonizio por otras formaciones: en la edición de 1983 del Festival de La Falda se presentó como parte del dúo circunstancial que formó con Jorge Fandermole para interpretar las obras de ambos, y también integró La Terraza, grupo que actuó sobre el final de la década del 80 en el que Adrián Abonizio aportaba su voz y su guitarra, con la batería de Ricardo “Topo” Carbone y el Mono Konan, en flauta traversa. En 1997, junto a Lalo De Los Santos, Rubén Goldín y Jorge Fandermole fue uno más del grupo Rosarinos, formación que editó  un disco ese mismo año.

Sus inquietudes literarias excedieron la letrística. Desde comienzos de los 80 comenzó a publicar en revistas rosarinas como Risario algunas recopilaciones de los mitos ciudadanos, tamizadas por su óptica. Después vendrían las contratapas del diario Rosario 12 y los libros. En ese plano se destacan títulos como Aguafuertes del paraíso Rosarino (1990),  Casa de fieras, (poemas, 1992), Deportivo Pocho (relatos, 2009) y la novela Tristes lobizones (2010).


A estas obras debe sumarse su labor como docente. Como tal dicta cursos y talleres sobre cómo hacer canciones en universidades y centros culturales de distintas ciudades argentinas.

La inquieta personalidad del artista lo ha llevado a encarar proyectos como el que lo encuentra, en 2011, integrando un trío con Sergio Sainz y Rodrigo Aberastegui, con quienes grabó dos discos: Cualquier tren a ningún lado y Embarcanciones (en preparación).






Discos



Abonizio - 1984


Los años felices - 1987


Todo es humo - 2000


Música para canallas - 2000


Cualquier tren a ningún lado (Abonizio - Sainz) - 2004


Extraño conocido - 2006

Tangolpeando - 2012


Rosarinos - 1997
Con Lalo De Los Santos, Rubén Goldín y Jorge Fandermole 







Libros


Aguafuertes del paraíso Rosarino (1990)



Casa de fieras, (poemas, 1992)


Deportivo Pocho (relatos, 2009)




Tristes lobizones (novela, 2010). 







Programa de radio


Por Radio Nacional de Rosario.

Si querés oír malos entendidos, chistes dudosos e inspiraciones engañosas recubiertas de astucia vil más que de talento, Esta noche te acompaño. Si querés escuchar improvisaciones verbales, música en vivo, oraciones que no te llevan a ninguna parte pero tampoco muerden, Esta noche te acompaño. Esta noche te acompaño, un programa de radio que reza por vos aunque no sabe muy bien en que religión encauzar su fe. Un programa dentro de una radio, tal vez no un programa de radio. Para saber más de todo este rejunte de iniciativa, superchería y casualidades, oílo los martes de 23 a 24hs, por Radio Nacional FM 104.5 MhZ. Un programa de Adrián Abonizio, con la producción de Belén Albornoz.






Si te quedaste con las ganas 
de más Abonizio, 
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