Adrián
Abonizio
LOS AUTORES
VAN A LA
ESCUELA
¿Quién es Adrián Abonizio? ¿Un ángel benjaminiano que registra la historia desde un asiento de trole? ¿El ala
proletaria de la trova rosarina? ¿Un ser con corazón de barco que boga por la
ciudad guitarra en mano remendando madrugadas? ¿Un hijo de Echesortu al que Roberto
Arlt y Frank Zappa pasan letra en sesiones mediúmnicas? ¿El cantor de los pibes
escuálidos y las rubias histéricas?
Abonizio es una de las mejores plumas de la ciudad. En sus canciones o en
el papel, quedan registrados los personajes y las vivencias más profundas de la
cotidianeidad de los rosarinos. A menudo su observación se detiene sobre en el
habitante del barrio o de los márgenes de la sociedad, pero también pasea su
mirada por otros ámbitos, y no es raro que hunda su escalpelo hasta la raíz en
un trazo breve y contundente. El humor cáustico pero piadoso que impregna todos
sus textos evoca, en éstos que hemos seleccionado, el mundo de la
escuela, de los alumnos, de los docentes.
Los textos en prosa han sido tomados de Rosario 12, cuya contratapa
de los domingos esperamos con ansia sus fieles lectores. Que los disfruten.
2 de octubre de 2011
Un niño de seis años lee a Max Cachimba, le gustan los Monty Pyton, Les
Luthiers y Cha Cha Cha. En el colegio lo acusan de no "prestar
atención". La queja llega escrita a sus padres. El los interroga y se
explaya. -Se volvieron locos en mi escuela...¿cómo se presta una atención si
capaz que no la devuelven?. Festeja el chiste, pero los papás saben que tienen
por delante el enigma mayor de sus vidas, ¿qué hacer con él, cómo explicarle,
cómo va a aprender a moverse en la selva donde gobiernan los más estúpidos de
la cadena zoológica?
Ella es una maestra que llegó del campo, ya mayor, y vino a dar a una escuela exigente, con chicos avispados y padres paranoicos. Los chicos la abruman y los padres la cuestionan. Confunde ser atacada con su incapacidad absoluta para gobernar con arte y eficacia el grado. Se victimiza pero ni le salen lágrimas, no sabe llorar. Es incapaz de indignarse y de sentir océanos profundos en su alma hueca. Por todo ello, para sí, se suele decir me discriminan porque vengo del interior.
8 de abril de 2012
Fraguaba las firmas de los padres en el boletín lleno de malas notas de sus
amigos de la primaria. Maestro en el dibujo y el engaño. El tiempo pasó y hoy,
el comisario Albornoz tiene delante al impostor, un artista consumado y
envejecido detenido por falsificar billetes de alta denominación. Se reconocen
al fin: Compañeros de banco. Me debés gauchadas, Che Alberto, le dice el preso.
El comisario mira al cieloraso y se alegra de encontrar una solución. Vas a
entrar pero por drogas: salís más rápido. ¿Querés un café?
19 de agosto de 2012
A Emilia la sorprendieron dibujando en clase en lugar de prestar atención. Por
ende, como castigo le hicieron escribir cien veces: No debo malgastar papel.
Ella como es vivaz, alegre y muy inteligente se divierte con el contrasentido. Sus papás en cambio, han intimado a la
maestra a retirarse a las cavernas de donde nunca debió haber salido. Y le han
comunicado que debe escribir cien veces en el pizarrón: No debo ofender a la
naturaleza.
16 de septiembre de 2012
La mujer es distinta al hombre porque sabe multiplicar: Al parir un hijo
vale por dos. Oía aquello en boca de su tío y se regocijaba: Al fin entendía
las matemáticas. Un día cualquiera se acordó de la frase y se la propinó a la
maestra. Nunca entendió por qué lo sacaron del salón. Su tío, un salvaje
anarquista, le aclaró que aquello fue porque su maestra no conocía hombre
alguno y menos aún sería mamá. -Esa mujer resta en la vida, no sabe sumar,
culminó.
30 de diciembre de 2012
La maestra sugiere a los alumnos que dibujen y escriban sobre sus superhéroes. Todos hacen Hombres Arañas, Batmanes. El pibe, sentadito en su rincón entrega la hoja con el garabato de dos seres. La maestra no entiende quienes son. -Hijitus y Patoruzito, aclara el chico. Los demás se ríen. El, tal como le enseño su papá lo toma con paciencia. -Este chico atrasa, parece un viejito, comenta con tono idiota la maestra en el salón de profesores.
La abuela le ordena que escriba las oraciones sobre las rayas del cuaderno.
Él se niega sistemáticamente: -Así las letras nunca van a aprender a volar-
agrega.
6 de enero de 2013
El chico le dice a la maestra, tras escribir en su hoja. -A veces no me
acuerdo de mis sueños porque caminan solos por las calles de mi memoria. Ella,
abstraída, le da como respuesta que de dónde sacó la frase, que seguro se la
robó a un grande. El pibe, enojado tira el cuaderno contra la pared y es
llevado como un reo a dirección. El papá al enterarse espera a la maestra y a
la salida le regala una antología de poesía surrealista. -Es para tu fin de
semana, murmura suavemente. -Había uno de cocina pero creo que tampoco lo
entenderías, acota.
20 de enero de 2013
Había un momento único, una tregua de los sentidos en que el pibe entraba
en una dimensión donde no había luz, ni sonido ni pena. Todo se suspendía como
una pluma en el aire que no terminase de caer. En ese instante era genio,
salvador de almas, vidente, poeta, santo, viajero cósmico. Le agarraba en
cualquier lado y duraba minutos.
- ¿Vos me estás escuchando lo que te acabo de decir?, lo retaba la madre.
- Alumno Ortíz ¿en qué piensa que no presta atención? Dígalo en voz alta
así lo compartimos?, zumbaba la maestra.
- Maleducado te estoy hablando, cacareaba la abuela.
Ignoraban todo sobre el universo de lo invisible. "Por eso
sufren", pensó el pibe, y descendió con suavidad, lentamente, a la tierra,
como la pluma roja que ya estaba siendo su cuerpo todo.
10 de marzo de 2013
Revisa la mochila del hijo para comprobar que lleva todo, la barrita de
cereal, las fibras. Desde hace un tiempo que el paquete grande de galletitas de
su alacena desaparece jornada tras jornada. "¿Comés mucho en la escuela,
hijo?". "No, comparto con los chicos pobres", contesta. Y pide
disculpas por el robo hormiga y hogareño. El padre, emotivo consuetudinario,
llora abrazado al pibe que lo interroga sin entender. "¿Pero que hice de malo
yo?".
17 de marzo de 2013
Al pibe lo descubren como un gran escritor. Relata libre aconteceres
diarios de la escuela, la visita a la planta de la Coca Cola , un match de
volley, el olor a lluvia en al patio, el flamear de la bandera con una
naturalidad y perfección apabullantes. Entonces la directora comete el
infanticidio: Enterada de un concurso interescolar de redacciones lo lleva a un
saloncito aparte donde, con una amabilidad pringosa le dan hojas y el título de
la obra a seguir: Vida de un prócer. El mundo se oscurece. Al instante, como si
un gran y quemante sol secara una laguna, al pibe no se le ocurre nada ni
entiende qué hace allí. Suena la campana de las cinco y despierta con la hoja
en blanco y unas ganas abominables de irse a su casa, tomar la leche y ver los
dibujitos.
24
de marzo de 2013
"!De entrada, niños les diré que soy una maestra muy, pero muy
gritona!" es la carta de presentación de la dama encaramada en el centro
del aula. Los
chicos que ya aprendieron a no temblar, elucubran cómo putear por lo bajo,
decir lo que se considera malas palabras mientras ella, vocifera para conjurar
la hechicería parlante. Saben que mientras grite estarán a salvo porque nadie
puede oir y aullar al mismo tiempo.
El pibe entra al aula con sombrerito de rafia muy bonito en el primer día
de clase. La maestra decide que se lo tiene que sacar. El niño protege su testa y su
libertad. Ella reclama por una falta de respeto. El pibe de ocho años solo
responde: "¿A qué?" Y es esa frase sola es la que la encrespa a la
señora soberana del aula para llevarlo a dirección. El pide que le expliquen,
ella que lo expulsen, pero el sombrero, que no es una mala palabra ni una falta
de respeto a nadie, permanece en la coronilla del ángel libertario de ocho
años. Su papá le ha dado armas para defenderse del nazismo escolar: La palabra.
La salida del colegio es una expo mujer: Las distingue maquilladas,
vestidas como al descuido pero ordenadas en el detalle, un aro, los ojos
levemente pintados, un pantalón ajustado, la boca roja. Detalles que ha
detectado. Al principio pensó que la vereda de una escuela no era un buen lugar
para seducir, pero luego entendió el juego: A esas mamás les importa no verse
derrotadas, por eso se cuidan hasta el detalle. "No está mal",
murmura mientras mira a una mujercita que fuma con aires de reina tras la
baranda amarilla, esperando por su cachorro.
2
de julio de 2008
Las
pelotas de la maestra
El
recreo largo duraba veinte minutos y se desarrollaba en el patio central.
Eramos como cohetes expulsados a una meseta donde sobresalían campiñas
acolchadas en yeso, piletones de cemento, planicies
patrias. Explotábamos con colorido y furia. El timbrazo. La libertad. Había un
piso de baldosas, un mástil en el centro y afiladas puntas de los balcones
salientes. Corríamos y los golpes con sangraduras, rodillas raspadas eran lo
habitual. En la temporada alta -primavera- la salita de primeros auxilios se asemejaba
a un hospital de campaña. Allí por vez primera descubrí el alcohol espumante,
la oxigenada, que jamás hacía arder. Sangré y fui sangrado. La batalla se
componía de dos recios caballos abajo -los gordos eran ideales- y arriba de
cada animal, un jockey guerrero, munido de su regla de madera tratando de
ensartar al otro, hacerlo caer al foso, chocar, morir, verle rasgarse la
armadura de su guardapolvo. En aquel rectángulo de piedra lastimé a mi
cabalgadura con un puñetazo acicateador Reprobado por la escena me echaron de
la lidia. Me dediqué al peloteo. Dos arcos cuyos postes eran las carpetas y
pelota de trapo concebida de antemano, en la intimidad de las casas nuestras.
Como era un guerra ligera de quince minutos el armamento debía ser liviano y
sin costo. Las de goma rebotaban mucho y eran presas fáciles para las maestras.
Siguiendo vaya a saber qué tradición femenina ellas, al igual que las
abominables vecinas, las capturaban y nunca la devolvían. -Se las llevan a los
hijos, dijo acertadamente Pigui, mi caballo.
De ahí a imaginarse el escenario hubo un paso. La casa de la maestra, con
brillos y colores donde brincaban enormes o diminutas pelotas de todos los
diámetros y dueños. Ideé un plan: conseguir la dirección de alguna de ellas, entrar por
algún lado y saquearle la santabárbara donde, además de enriquecernos con
redondas múltiples, recobraríamos las nuestras. Estaba loco: ya dibujaba
guerras intergalácticas con marcianos de seis ojos como nadie: ya conocía lo
que había en el medio de las piernas de las chicas y había ya probado mi valor
y mi demencia caminando sobre el borde alto del techo de la escuela a la vista
de todos. Yo estaba loco. Pero volvería a esa época aún dejando lo que me resta
de vida, regalándola, para volver a sentir el diáfano rigor de la aventura y la
infinitud de no medir el riesgo. Era valiente por reflejo, no por vocación.
Amar sin presentir. Hoy no estoy más loco, pero lo necesitaría. Una pena de
medio siglo sin haberle visto los cuernos al demonio ni oído las campánulas terribles
de los ángeles agobia: una medianía tosca disfrazada de buenas maneras, un auto
acerado que me lleva lejos, una amante, el futuro resuelto. Pero en aquel
tiempo no sabía nada de esto: era incurable y me había obsesionado el asalto al
tren. El robo al banco. El rescate de un soldado herido. La casa de una de
ellas.
Elegí
la de Miriam. Fue un mediodía. La seguí desde la otra vereda. Dobló por
Avellaneda y en un pasillito exiguo entró. Donde había una pintada de Perón
Vuelve. Allí, me dije. Luego advertí al tipo conocido que saliendo de su auto
parado en la puerta la siguió. Decidido, toqué el timbre y ella se asomó. Me miró a
través de los diez metros del pasillo, era medio bizca y buscaba los lentes con
la mano libre pues con la otra había tomado la precaución de no abrir del todo
la vaina de la puerta. –Soy yo, alargué y confianzudo caminé unos pasos. La cadenita que había
interpuesto me impidió entrar y me frené. Como en los cuadros de fantasmas,
como si aquello fuese el cuerpo mismo de un fantasma vi, reproducido en el
espejo frontal de un comedor, el perfil del padre de Pigui que se tiraba para
atrás, en la semioscuridad de un recodo de comedor que apenas pude intuir,
encandilado por el sol. -No, nada... ¿Usted no vio mi carpeta, señorita? Se llevó
una mano a la frente, se acomodó los lentes, miró fijo y por sobre mi cabeza
-¿Carpeta? ¿Cual carpeta? ¿Quien te dijo donde vivía?. -La de Ciencias, nada,
es que me pareció que me la olvidé con usted. -No, mi amor, dijo con una voz
agudísima que me chirrió en los oídos. La mano me expulsaba y su voz quería ser
serena. Como pude pegué un salto y ya estaba fuera con el corazón
tamborilleando por lo que había visto. La casa de las pelotas escondía un
secreto. Un rumbo oscuro en el mediodía.
El campanario cerca les ayudaría a que el papá de Pigui pudiera regresar a
tiempo para almorzar. No había pelotas ni depósito ni estanterías repletas ni
claraboyas giratorias donde desfilarían lentamente para ser seguidas con la
vista y con solo señalar la elegida esta bajaría solita a nuestros pies. Ya
dije que estaba loco. Imaginaba paisajes, veía espíritus que se escondían tras
los armarios. -Comé, ordenó mi mamá. Y dejá de mirar la luna. De fondo, la
radio encendida, el bullir de la olla, el olor a huerta cocida. La llave en la
puerta de chapa y mi padre sonriente. Lleva algo detrás: deja el bolso en el
piso y me arroja, suavemente por el piso de la cocina grisado una enorme pelota
naranja que viene rodando. -Me la dieron en la fábrica por el Día del Niño,
anunció besando a mi mamá y pasando para el baño donde con fragor de soldado se
lava ruidosamente las manos.
No
se porqué, en un impulso se la llevé al Pigui. Pobre. Muchos no lo querían al
Pigui. Por eso se sorprendieron y dijeron, "que era por haberlo hecho
sangrar jugando a los caballos". Y los demás que estaba loco, bastante
loco como para regalarle semejante preciosura a un gordo pelotudo.
14
de abril de 2010
Gauchito
Gil
El
Pibe destilaba un no sé que que nos ponía a todos nerviosos: no hablábamos del
tema pero lo olfateábamos como a un enemigo y nos parecía correcto el rechazo
común. Iba al colegio de tarde y estaba en un grado más bajo. Andaba erguido,
cabeza de hormiga picuda y pelo de alambre. Las patas altas, muy largas metidas
en el tronco, siempre hacia afuera, como orgulloso de su raza y de su parecer.
Y un pecho paradito, enhiesto que nos ofuscaba. Uno tiene esas cosas
inexplicables que con el tiempo convierte en fobias y rechazos, pero de chico
explotan en el aire de nuestras cabecitas como granadas locas y circulan dentro
de uno como serpientes enanas cargadas de culpa, rencor, arrepentimiento y extrañeza.
Llevaba
un aire antiguo conferido por el portafolios que le atrasaba décadas; limpio y
marrón, usaba gomina y un cierto orgullo despectivo que suelen lucir los
forasteros y que nosotros, los citadinos le adicionamos como excusa. Era de
tierra adentro; su credencial con que marcar la cancha. Su arma sagrada con que
defenderse de las acechanzas animales que crecían en el rellano de las esquinas.
Es que así éramos nosotros. Animalejos desarrapados
que no contemplábamos piedad alguna con
todo lo nuevo que además, arribara almidonado y sin saludar.
El
Pibito era recitador gaucho. Una vez lo vimos en club Lavalle y nos dio
repulsa. Estuvo a merced de las lámparas, los bichos y el aplauso forzado del
presidente sudoroso del club, hablando a los gritos; unos gritos ficticios de montonera
de Güemes, irradiando paisajes ajenos y bastante idiotas donde abundaban las
tacuaras, los caballos briosos y las cuencas minerales. Ya habíamos empezado a
escuchar Santana y lo que el Pibito recitaba era mersa, sideral y jaquecoso por
lo aburrido. Había algo en su decir, en su familia correntina que nos
violentaba.
Era
correcto el pibito. El Gauchito Gil, lo bautizó López porque deducía que era
tan tonto como criollo, solo por eso, por esa semántica chueca le quedó el
mote. Aún no habíamos alcanzado la dimensión en el arte del metáfora pero ya
empezábamos a practicar para herir. Las palabras eran espadas que bien usadas
producían heridas. Aborrecíamos. Despreciábamos. Mirábamos al mundo con pena. Parados en la
esquina, odiábamos las familias, la escuela, los autos y los despertadores, las
niñas y los colectiveros. Teníamos casi catorce y la vida se nos iba moldeando
en música foránea, cigarrillos Clifton, retos violentos, narices sangrantes.
Entonces,
créanme que su sola presencia nos ponía malhumorados; chocaba con nuestras
creencias de vagabundeos y boheme temprana. Ahí, va, dijo Toledo con una voz de
rencor mientras se clavada un palo en su palma tentando a la sangre a salir.
Ahí
va el boludito, el cantor de las cosas nuestras con su voz de pito, negrito de
mierda. Le asestamos un terrón que le pegó en plena cabeza engominada. Se nos
vino con su vocecita encocorada. Lloraba.
Son
malos, dijo. Mala gente, Dios los va a castigar.
Toma
castigate ésta, le alargó López y le puso un castañazo que lo hizo brincar
sobre un solo pie para culminar su danza de trompo con el pecho en un charco.
Aleteó y al levantarse, inflamado el ojo, oímos lo que nunca
¿Por
qué? ¿Eh?, ¿Por qué? -nos inquiría aquel ser venido de los montes, desigual a
nosotros que nos recitaba gauchajes a nosotros, a nuestro mundo de camperitas
de cuero y botitas prestadas. Menos aún, magullado como había quedado, tenía
autoridad alguna para cuestionar el universo obtenido a costa del desprecio. Me
dio enojo y lo reempujé. Eramos los Malos, los que ofendían, humillaban,
pegaban y devolvían la basura al mundo.
¿Por
qué? me apostrofó, A vos te digo ¿por qué?. Estaba fumando y ya me creía con
virtudes filosóficas. Le miré el uniforme, los mocos, el barro.
Porque
sos un buchón de la patria-, le dije de corrido y me lo festejaron. El Pibito
juntó sus cosas. Alguien amagó con patearle el culo. Yo lo detuve. Era
demasiado.
Ahora
andá, pelotudito, le dije pegándole un tinque en la oreja, andá a tu rancho de
indios putos, le descargué. Fueron palabras mías pero me sonaron como si no me
pertenecieran. Palabras. Fealdades realzadas por el aplauso de la barra. A las
noche soñé que corríamos en el club tras unos ratoncitos negros que una vez
dentro de nuestros estómagos nos raspaban las tripas, queriendo salir. Desperté
meado en la cama pensando en el Pibito. Por qué, había preguntado. Por qué. Eso
era todo. Estaba asustado de mi bronca como si un hechizo agrio, un mal de profundidades
inmundas nos hubiera rozado a todos. A la mañan en el recreo los tres, Toledo,
López y yo evitamos mirarnos, menos aún hablar del tema. Teníamos una banda,
uno mostró una sevillana para recordarlo. Luego sonó el timbre y nos ordenaron
formar para el acto. La bandera arreada por la señorita de tobillos de cabra
con los lentes, sus dientes postizos; la marcha Aurora y tras cartón entrevimos
por un costado, parche al ojo al Pibito, al Gauchito Gil subir con su pechera
blanca, botas verdaderas y caja norteña en mano. Rengueaba. Lo presentaron y empezó a declamar: era
insoportable pero ni ello rebajaba nuestra condena por el crimen que nos
caminaba las entrañas pero del que no hablábamos.
Vimos
el acto con una sonrisa de lado, superior, que más de una vez me persiguió
después, cuando continué haciendo cosas estúpidas.
!Aquí,
aquí esta al patria! -cerró gritando el director. Entonces, créanme que tuve
una revelación que no le pude transmitir a los dos cómplices. No era el Pibito
el culpable, no eran contra él, sino contra los apropiadores de la palabras
nuestros golpes: las palabras amor, escuela, bandera, himno, escarapela se nos
había ido borrando; eran un paquete marchito donde nunca hubo nada dentro; eran
sin embargo una piedra fosforescente que llamaba, reclamando. Era todo lo que
nos habían enseñado a odiar con sus fétidos alientos y sus castigos. Ignoro lo
que dije pero a ambos integrantes de la gavilla logré trransmitirles ese sentimiento.
Como
era el que había punteado con la idea, esperé al Pibito y me adelanté. Le puse
mi mano en su hombro.
Es
difícil de explicar, pero vos, vos no tenés la culpa de nada. López y Toledo
miraban el piso. Entonces el Gauchito Gil, el pibito ecuménico, funcional a
todas glorias, emblemas y águilas guerreras, servicial, señero y erguido, lejos
de darme la mano en reconciliación o un abrazo sencillamente me largó un
gargajo.
Yo
sentí que era la patria, créanme, la patria misma quien me estaba escupiendo.
16
de septiembre de 2009
Hacer
el amor es una mudanza invisible
¿Quién
podía pensar que encontraría al amor en una mudanza?. Nadie, pero lo hice.
Llevábamos los bagallos atados en la cabeza era ropa liviana, almohadones con
mis primos cuando la ví. Teníamos que dejarlos en la parte trasera de la chata
celeste que comandaba mi tío cuando se me vino encima: pasaba por la vereda de
enfrente y la reconocí: era de la escuela, de los turnos tardes, en los
claustros altos. Ester se llamaba. Po de apellido como el río de Italia.
Caminaba como las gimnastas pero con la cabeza echada hacia adelante en una
especie de reconvención monástica con determinación del que está orando y a
nadie percibe, salvo sus pensamientos, sus arroyos personales. Pasaba
desapercibida salvo para mí. Había descubierto en ella una belleza potencial
que habría de fulgurar si se la sabía encender,
si esa llama portátil que consistía en el cuerpito de una mujer era soplado sin
ferocidad y con talento. Dirán: es excesivo el argumento para un chico de doce
años ¿Y con eso? ¿Quién puede afirmar que no pensara en aquello sólo traducido en
torpezas de primate de vientre caliente con el corazón apurado y las manos
frías? Los chicos saben cosas de honduras interminables sólo que no tienen el
lenguaje para semejante cartografía de gruta, de silencio y abismo. Ella era
hermosa pero aquella brillantez de magia me sería reservada para mí si obraba
con prudencia. Mientras, atravesaba el ancho mundo de los corredores de
sus calles con la insignificancia de una chica común. Era invisible para el
resto. Sólo
a mí me estaba destinado abrir los altos portones de luz que conducen al Amor.
En un decir, estaba enamorado. Rubén mi primo me susurró al pasar. Eh, no es
para tanto. Hay más lindas. Yo hace rato que estaba detenido con el pie apoyado
en el paragolpes de la chata viéndola irse hasta que dobló la cortada. Mi
timidez era monstruosa. No me acercaba a ellas porque me trababa, pero podía
actuar en un acto escolar. Imitar a otros. Contar inventos y hasta sacarme por
debajo la malla en la pileta del club. Era fuerte, ingenioso. Peleaba con
fiereza para que me vieran, luchaba en un partido hasta la hazaña; todo en la
presunción que llegarían hasta sus oídos de diosa como se debatía un mortal en
sus territorios. Juzgaba que la sola existencia de mis actos la habrían de
acercar hacia mí. Allí estaba yo entonces, detenido en el cielo de altar de sacrificio
junto a la chata celeste. Ya estaba acabando de pasar: era más alta que yo y
nariz de ratoncito respingada. Un encantamiento extraído de un film donde era
ella la pordiosera, la
Cenicienta postergada a la que nadie aún ha brindado su
capullo de manzana roja, su color más escondido. Me gustaba hacer el amor: en
eso consistía, ello creía yo que era cuando por vez primera escuché la frase
"el tipo hacía el amor". Debía ser eso: imaginarse, construirlo,
hacerlo, moldearlo, ayudarlo, imaginarlo y formarlo. Fue creciendo y creciendo.
Yo estaba haciendo el amor. Era eso. Mientras, el tiempo transcurría en algunas
horas muertas en que el cielo se cubría de pájaros malos que chirriaban, que el
universo agobiaba con palotes y dibujitos escolares, olor a estufas y pedos
escolares. A madre con santuario y llanto por su hijita muerta, hermana que nunca ví,
o algún dramón de hermanos batallando por herencias, Julio Sosa, alto en la parodia de
un muerto que cantaba, mi padre en su palomar, sin hablar, sólo silbándole a
sus halcones negros que quería más que a mí. Ocurrió aquello en una esquina:
confrontados por una pelota esquiva fuimos a dar ambos contendientes contra un
portón y allí sudados tratamos de cortar una pelota ya mascada por la patadas y
llevarla hacia el redil de un arco con piedras. Entonces pasó ella. Mirando a
la distancia sin ver. Un instinto de saltar a un vacío me diezmó el estómago
pero una fuerza añeja y desconocida me creció en el pecho. La tomé por su brazo,
un brazito de sueter mostaza. Se asustó. Yo estaba sudado, echando fuego por la
boca y no era esa la mejor entrada al reino. Le dije que siempre la veía, que
la esperaba y que no aguantaba más sin su amor. Fue a un apartado donde la fui
conduciendo sin arte, ella como asomada a un pozo, la barra callada detrás,
asistiendo a un asesinato o a una coronación. Me miró, era corta de vista hasta
la exageración. No te conozco, no sé quien sos y sacame la mano del brazo. Soy
de tu colegio del turno mañana. -Ah, dijo y empezó ella súbitamente a oler a
violetas: estábamos bajo una parra de glicinas. Vos, vos, tartamudeó... Seguí
jugando y se quitó de un suave empellón mi torso. Vos, sos muy chico para mí
todavía.
Volví
a la querencia. Habían visto y oído todo. De nada valía aclarar. Se suspendió
el partido. Yo ya era invisible.
Nos
sentamos en el mármol de la sodería. Era la tarde en la languidez de vacas
muertas en el cielo de nubes que flotaban.
Toledo,
eficiente, bestia pero fiel, habló.
No
es para tanto! Te dijo que todavía sos chico para ella. Pero los varones
crecemos más rápido. Cuando la alcancés
te ponés de novio y la dejás por otra. Sí, pero ¿cuánto falta?, interrogó el
Fabio buscando precisión.
Ellas
crecen menos que nosotros, exclamó. Vos y al tocarme me volvió de nuevo visible
en unos meses la pasás en edad, acordate lo que te digo.
2 de junio de 2010
Viejo ciego, llorabas...
Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era
buena, cuando tenías en tus ojos
el sol:
pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,
qué es lo que
esperas, ciego, qué esperas del dolor?
En tu rincón semejas un niño que naciera
sin pies para la tierra, sin ojos
para el mar,
y como las bestias entre la noche ciega
sin día y sin crepúsculo
se cansan de esperar.
Porque si tú conoces el camino que lleva
en dos o tres minutos hacia la
vida nueva,
viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?
Y si por la amargura más bruta del destino,
animal viejo y ciego, no sabes
el camino.
Pablo Neruda
Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que
te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en
la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás
porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el
tiempo.
Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su
carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en
piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca,
pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en
Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde
habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó
justiniano.
De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba
monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a
matarme en los 100 metros
motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos
y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban
muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron
a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás
porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se
jugaban con pelotas y con las manos.
Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos
cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios
y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón
sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la
idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te
hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a
reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la
figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba
algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale
la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso,
la desaparición.
En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr
y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una
ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que
son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra,
empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que
hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea
lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de
la Pestalozi
para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el
último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre
fui el que más lejos veía.
En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo
ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un
avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un
lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de
escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo
con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la
medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en
calzoncillos.
Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos
primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien
doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de
las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de
quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los
juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.
Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce
como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me
toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá
temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.
Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que
estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo
hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme
con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte
de ella.
Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy
engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se
ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus
dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se
duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la
oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que
se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche.
Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma
superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el
Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los
peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el
lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe.
Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable
granadina en mi mano.
No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y
feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador
profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el
poema de Neruda.
30
de junio de 2010
Los
trenes del escarabajo
El
Escarabajo vivía en la fonda almacén de Marga, entrando por su costado, al
final de una especie de patio de gramilla recubierta con chapones vivero accidentado
y pobre . El laterío, patos escandalosos, una bruma permanente, soga de nylon
con ropa y tacuara para sostener, la trompa de un Ford desdentada y con óxido y
lejos, como quien va para Córdoba, una fila de eucaliptus que limitaban el
mundo real del imaginario.
Todo
lo demás era un predio inmenso con olor a pólvora o algo así; olor de huesos de
difuntos quemándose en la usina de la necrópolis; el sorgo convertido en humo
que escapaba por la chimenea rojiblanca. El Escarabajo tenía una hermana que lo
proveía de alimento y compañía. Era deforme, baldado en una pierna, con una
joroba desarrrollada e iba a nuestra escuela en un grado superior. Con esa
predisposición hacia lo horrendo que yo investía de piedad, fue que me acerqué
a su agujero. La excusa, insensata, poco creíble era invitarlo a jugar a la
pelota con nosotros. En realidad, yo ya andaba en esa edad donde necesitaba el
temple del absurdo, las caminatas por espacios aéreos y solitarios, la
investigación y corroboración que habría un mundo diferente al estigmatizado,
más allá de Avellaneda, la luna elegante sobre el campanario, la cena familiar,
un mundo previsible y amable donde, digámoslo, nunca pasaba nada. Por eso me
adentraba en los andurriales atravesados siempre por vías que dejaban pasar
cargueros hasta el tope con afrecho o esos gordos petroleros hinchados y
malolientes. Había un mundo y yo estaba en él.
¿Por
qué iba a rechazarlo en pos de una merienda organizada y un Hijitus que ya me
resultaba incómodo? Fui hasta la tapia que se caía de vieja, dí palmas y el
mismísimo Escarabajo me abrió. Me miró sorprendido. Su pregunta, destemplada,
me causó gracia, porque había en ella una ternura que me llenaba de ánimo ¿Qué
pasó? ¿Qué hice? Yo lo tranquilicé y le señalé de donde venía y los motivos:
una invitación para jugar a la pelota. Tenía la boca dientuda sucia, como si lo
hubiese sorprendido con el hocico dentro de un frasco de dulce.
Estaba
trabajando, ¿querés pasar?. Iba delante y no paraba de verle la joroba,
horrible, inmensa sobre sus piernas flaquitas que parecían apenas poder
sostenerlo.
Vivo
solo acá en el fondo, mi tía tiene la granja adelante pero yo vivo solo. Torció
una puertita verde y penetramos en su habitación. Era de las antiguas en serio,
con techo cuadriculado a ladrillos, a dos aguas. En el brasero se quemaban
hojas de eucaliptus. En un rincón, bajo una lámpara fortísima estaba el objeto
que me estaba señalando: un tren de madera balsa a medio hacer. Luego, en las
repisas de fierro otros trenes y más y más vagones de todos los colores y
formas, con sus números matriculares, sus máquinas y sus vías. Me acerqué como
a un templo.
!Fiuuu!...silbé
admirado! No sabía que eras un artista de verdad!. Se sonrió. Le faltaba un
canino.
Por
eso nunca juego, me dedico a esto más bien.
¿Más
bien? !Sos un artista che! Y era verdad. Obritas de arte construídas a espaldas
de la ciudad, deshechos que él juntaría en las vías o pediría por ahí con su
vocecita tímida escondida en la caverna profunda que fabricaría su joroba. Tuve
una iluminación. Me habían nombrado hace poco, junto a Danieli, responsable del
Club de Arte de la Escuela.,
dada mi propensión al dibujo. Yo sería su curador, su representante. Le
expliqué todo a borbotones con ilusión verdaderas y lo convencí que sacara a la
luz sus perfectas reliquias para que el mundo se entere que debajo de esa piel
de viejo, ese saco agrisado de ratón, esa pobreza congénita, esa deformación
había un mago maravilloso. Arreglamos que para el lunes siguiente hablaría con
las maestras, les informaría, vendrían a buscar sus obras y las expondrían bien
visibles a la entrada del colegio.Se despidió con cara de susto. Me fui
caminado cerca de los zanjones para no perderme pues la luna ya brillaba alto y
debería llegar al cruce de alcantarillas para allí doblar hacia la avenida que
me conduciría a mi casa. Cené con la vista perdida y una semisonrisa de orgullo
patriótico por el descubrimiento y el acto de justicia que estaba por
protagonizar. Faltaba un día para el lunes y era una eternidad. Me tiré en la cama
y leyendo a Crusoe me quedé dormido. El lunes, bañado, limpio, exultante pedí
permiso y fui a hablar con la
Directora de mi idea. Solo recuerdo la naúsea y un leve
zumbido que me entró en la sienes al oir aquello.
-Ay
no, mijito...los trenes, los trenes...representan al peronismo, a Perón mismo y
toda alusión está prohibida,...son
cosas que usted como educando no entiende pero a nosotras nos tienen cortita en
el Ministerio con la idea! Y se llevaba las manos al pecho. Me hacía oler sin
querer su perfume de vaca hermoseada.Y se tornaba monstruosa, creciendo al
punto de reventar la sala con su busto enorme y su boca roja de la que salían
serpientes, barro, letras impresas, lava de volcanes.Me retiré sin saludar: era
ya un niño fantasma. Me habían asesinado por la espalda y hedía como un cadáver.
Evacué en el baño una pedorrera dolorosa e interminable. Anduve hasta el recreo
vagabundeando por la escuela como si un monstruo me hubiese ya comido el alma
para siempre.Con pintura saqueda del salón de Arte dibuje una vaca horrenda con
las palabras PUTA al revés en la ventana, para que todos en el recreo miraran.
Con el timbre repiqueteando recogí mi valija y me escapé hacia la casa del
Escarabajo. A mi me sancionaron con una semana de suspensión y a él le allanaron
cordialmente la vivienda: querían contemplar in situ el material
subversivo.Creo que se lo llevaron a la frontera de otra escuela donde debe
haberse muerto de pena. Por mi pertenencia blanca y mis contactos me dejaron
vivir, degradado en galones,sin Aula de Arte ni nada.
Cuando
crezca a esto lo voy a escribir, me dije esa noche en la semioscuridad de mi
pieza, mientras lejos, como quien se va para otra vida mugían los bravos trenes
de lidia que atravesaban la noche.
5
de enero de 2011
¿Quién
dijo que el mar es verde?
* En
colaboración con Víctor Maini
De
pibe tenía una obsesión, Adrián, conocer el mar, pero estaba mucho más lejos
que para otras personas, y que sólo debía conformarme con la Picasa , cuando íbamos a
visitar a unos parientes en Rufino.
Lo
buscaba en las revistas de la farándula, en algunos programas de tv en blanco y
negro, y en varias enciclopedias, pero me quedaba con los relatos de algunos
conocidos que habían tenido la suerte de verlo, entre ellos el de la solterona
Mercedes, profesora de geografía en un secundario, que tenía la habilidad de
enfriar todo lo que hablaba, hacerlo técnico y mas lejano aún, como explicarme
delante de una foto al lado del lobo marino como si fuera un mapa geográfico,
que el mar argentino tenía una soberbia plataforma submarina cosa que no
contaba el océano Pacífico y era la que ocasionaba esas olas de más de dos
metros que se podían ver al final de la foto.
-Yo
lo presentía en las propagandas de Hawaianas, donde se veía una sandalia al
lado de almejas: ¿Como no las levantan?. Esa indolencia me desesperaba. E
imaginaba andar por las playas de ensueño con una bolsa de arpillera juntando
caracoles, láminas de strass sicodélico, tesoros de nácar con olor a sal.
Mientras los turistas se refrescaban el orto en el agua, perdiendo el tiempo,
Víctor.
Al
otro día le pregunté a Elalberto, sodero de la Liverpool de la calle
San Luis, cuanto medía el camión cargado que manejaba, "que se yo, más de
dos metros," me contestó a la pasada, desde ese día me quedaba al lado del
Bedford imaginando que una ola gigante me envolvía, Elalberto siempre me lo
agradeció porque pensaba que se lo estaba cuidando.
Generalmente
no iba a la escuela los días de lluvia, pero castigado por haber canjeado un
vuelto por tres paquetes de figus ese día tuve que ir. De mi grado éramos tres
nomás, a tal punto que juntaron a todos los alumnos de la escuela en una sola
aula, la mía, y a mi lado no lo tuve al ruso Benzecri como todo el año sino que
se sentó Anita, una piba de un grado mayor que había visto en algún recreo.
Pero nunca me había fijado en ella, jamás había visto ni había imaginado ver
semejantes ojos verdes, ni escuchar un cantito entrerriano que me ponía la piel
de gallina.
-Anita,
Anita, ahora se va a poner a dramatizar sobre la pibita: éramos chicos, ya sé
que duele todo mucho más y los grandes creen que nos olvidamos fácilmente: nos
cambian de colegio, nos mudan y cada movimiento de revés es un desgarro. ¿Pero
cómo le digo a Víctor lo de Ana, Anita, la más linda de todas? Este es un
sensible de verdad. Esta noche, en el billar le hablo.
No
podía decir ni una palabra, ya que sentía lo mismo que cuando mi tío Santiago,
un tipo grande como una casa, y con la fuerza de diez personas, me tiraba para
arriba y me atajaba antes de tocar el piso, o cuando me subía al Gusano Loco,
lo tapaban con una lona y empezaba a girar para atrás, allí tampoco decía nada,
es más estaba más cerca del grito que de la palabra, igual que aquella tarde.
Pero
a Anita le gustaba hablar mucho, noté que pestañaba demás cuando lo hacía y que
para escuchar abría grande sus ojos cuando se sorprendía, por lo cual comencé a
contarle historias increíbles para poder observar ese verde mar que me llamaba
y poder acercarme a esos dos chispazos, a esos dos fuegos que habitaban detrás
de sus pupilas.
-¿No
te dije? Escribió todo esto por ella. No olvida, es como los búfalos, capaz de
esperar al cazador que lo hiriera, digamos un año antes, y boletearlo de un
cornazo. Ahí está. Se pone de nuevo a hablar y no lo para nadie.
Quien
iba a decir que en esa aula amarronada y entristecida por una educación pasiva,
hubiera sentido tantas sensaciones, sin haberme movido de mi lugar de siempre,
que a partir de ese día una mujer nunca fue lo mismo para mí, y que comencé a
dudar de dichos escuchados como "ojos que no ven corazón que no
siente", porque hacía varios días que no la veía y seguía sintiendo lo
mismo.
Salí
a buscarla, me habían dicho que vivía por una cortada al oeste de la escuela
República de Chile, no podía seguirla porque su papá la venía a buscar en una
Apache todos los días, lo cual me indicaba que cerca no vivía, pero nunca tan
lejos, nunca pasando Avellaneda, ¿Había vida más allá? ¿Acaso se podía volver
si uno cruzaba, acaso el cine Echesortu y Echesortu Sport, no eran la Aduana de esta frontera
seca? Trillé todo el verano con mi bici y con mi mente fronteriza estructurada
en la misma escuela donde conocí lo que estaba buscando, pero al llegar a la
avenida me quedaba sentado en la bicicleta, como la pintura de San Martín en el
caballo blanco, pero con cero coraje para cruzar semejante cordillera.
Esperé
marzo que iniciaran las clases como nunca, me dijeron que se había vuelto a
Diamante, empecé el largo camino del olvido.
-No
se nota: estás de novio con el Recuerdo. ¡Y ya sos grande! Dale, jugá con la
del punto que te quedaste colgado en las alturas. Mejor te cuento: yo, que
anduve atravesando Avellaneda y me animé para volver cagado de miedo, puedo
decirte que Anita murió mucho tiempo después en Europa, donde hacía la
residencia como médica: la mató el novio, un loco egipcio y la dejó en la
playa, celoso porque le descubrió en una cajita de cuero cerrada con llave Ana
olvidó ese día bajarle la tapa fotos de su país, el cuaderno de papel araña
azul con dibujitos y uno que mal que mal eras vos y debajo, en letras coloridas
y despatarradas la frase con el error incluído: Víctor, Mi Movio. Uno se entera
tarde y mal de las cosas. Cosas de la magia, insensibilidades de angelitos
necios y estupidizados de tanto volar en vano sobre un océano gris, aburrido y
torpe como el que narraba la de Geografía.
A
mi soledad ahora la acompañaban dos obsesiones o quizás era la misma, al final
de ese año mi hermana con su novio en un Fiat 600 con portaequipaje y una carpa
me llevaron a Mar del Plata, llegamos justo al amanecer, por fin frente a
frente, por fin algo que supere a mi imaginación, no sabía del ruido de sus
olas como tampoco sabía de la voz de Anita, no sabía del viento que me peinaba
los cabellos, como no sabía del pestañar de una mujer. La única diferencia que
pude sacar es que el amanecer en el mar tiene un solo sol.
VIDEOS
Mi
dulce Señorita
Señorita,
no
toda la verdad viene escrita.
Señorita,
el mundo elige sus víctimas.
Pobrecita,
junto
al mástil en mañanitas,
parecías
una congelada estampita.
En
los mapas
calcados
con papel y tinta china
flaca
estaba la sombra de tus pantorrillas.
Fuimos
parte,
de
tu soledad, tus buenos días
pero
no te dabas cuenta que nos envenenaron la comida.
En
los actos
a
veces tu voz los presidía.
Y
yo actuaba como el cantor de la partida.
Viejo
cine
entrada
por la calle Alsina
perdí
la inocencia, escapando de la justicia divina.
Señorita
el
mundo elige sus víctimas,
Si
acá me ve usted, con el revólver ganándome la vida.
Dormite
patria
Dormite
patria sobre mi camisa
olvidate
pronto de los que te pisan.
Dormite
patria que la noche es fría
y
hay un viento blanco sobre la avenida.
Quiero
llevarte como cuando era otro
y
te lucía flamante sobre el guardapolvo
todavía
no había crecido
y
estabas prendida a mi solapa blanca
como
un papelito.
Dormite
patria que los corazones
te
harán de almohada para los pulmones.
Dormite
patria que suena la radio
y
alguien que te nombra lo dice cantando.
Quiero
llevarte porque siempre es invierno
y
no tenés un techo y están los lobos sueltos,
Malena,
Carlitos Gardel y los caudillos,
las
madres de los pañuelos
y
los hijos de mis hijos.
El
que vende flores,
yo
que hago estas canciones,
esas
chicas de las tiendas,
los
que arreglan los motores,
te
vamos a hace una ronda
que
abarque todo el mapa
y
entre provincia y provincia
no
habrá límites ni nada.
Dormite
patria como mi enamorada,
llevo
tu corpiño atado en mi lanza.
El
último aliento, la canción que me queda
es
que seas distinta a la que vi en la escuela
Quiero
llevarte como cuando era otro
y
te lucía flamante sobre el guardapolvo,
todavía
no había crecido
y
estabas prendida a mi solapa blanca
como
un papelito.
Dormite
patria
que
en la cuadra aquí cerca
suena
ya la murga para que te duermas.
Dormite
patria pero dormí conmigo
para
que la muerte se lleve al domingo.
Adrián Abonizio
Biografía tomada del sitio lamusicadesantafe.com.ar
Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, 31 de julio de 1956.
Escritor, autor, compositor e intérprete de música popular, Adrián Abonizio es, sin duda, uno de los más singulares compositores de su generación. Abonizio ha compuesto canciones que forman parte entrañable del imaginario popular rosarino, como “Mirta, de regreso” y “El témpano”, entre otras. El artista coincide apuntando estos temas cuando debe responder cuáles son los temas que más aprecia entre los de su producción. Podría agregarse “Dios y el Diablo en el taller” y sólo con éstos Abonizio habría concretado un invalorable aporte a la música popular argentina. No obstante ello, sigue produciendo canciones y enseñando a componerlas. Su simbiótica relación con la cruda realidad de los tiempos que le tocan vivir le permite escribir crónicas descarnadas de perdedores y hombres comunes que transitan por su mismo tiempo histórico, sufriendo los mismos reveses y festejando las mismas alegrías. Algunos de sus temas integran los repertorios de Joaquín Sabina, Amelita Baltar, Liliana Herreo y Juan Carlos Baglietto, sólo por citar algunos de los muchos intérpretes que recrean su obra.
Su carrera despegó en los años 80, cuando Juan Carlos Baglietto llegó a Buenos Aires junto a su grupo como punta de lanza de lo que luego sería reconocido como el movimiento musical la Trova Rosarina. Aunque no existió orgánicamente –y entre los antecedentes de un supuesto movimiento sólo podría contarse la existencia de Amader y Canto Popular Rosario-, ese grupo de talentosos músicos que surgió con la apertura democrática fue como la espuma de un mosto que venía madurándose durante los largos años oscuros de la Argentina. Adrián Abonizio surgió de esa cantera y construyó un camino que aún transita como cancionista y al que luego agregó su labor como escritor.
Vale la pena rescatar el relato sobre sus primeros años, de su puño y letra:
“Nací en en el Hospital Ferroviario (Italia y Viamonte), pero me crié en barrio Echesortu. Nacer es abrir los ojos y lo primero que vi fue una canchita de fútbol: la Colombres , en Rioja y Carriego, en ochava con la casa de Rubén Goldín. Una casa de madera, zanjones y calle de tierra. Luego nos mudamos más al centro, Alsina y 3 de Febrero, a una casita como la de Tucumán, con nuestra abuela viviendo delante. Una casa sin revocar, con un solo dormitorio para cuatro y un patio chico, y arriba una terraza con criadero de palomas. El Cine Echesortu a dos cuadras y la canchita de San Francisco Solano, a tres. La iglesia en domingo hasta que en una confesión me dieron arcadas y abandoné misa para siempre. Luego otra mudanza a la cortada Zavalla al 3900 donde uno podía estar en la calle sin peligro alguno y vagar hasta las inmediaciones del Cementerio de Disidentes, jugar en la Canchita Carrasco soñando con ser crack. Pero la música pudo más y empecé a aprender guitarra en la casa de los Chianelli. Muro de por medio solían ensayar Los Trovadores, con el Chato y Romerito en punta. Los oíamos pared de por medio mientras jugábamos a las cabezas con una pelota de goma y escuchábamos la música beat, o la salida de un piano que Juan, el mayor, tocaba para nosotros. Una buena infancia con olor a sudor, salvajismo inocente, música, fútbol, las primeras chicas. Entendí muy temprano que si no me hacía jugador sería músico. Y así fue. Copiando a Los Trovadores armamos Los Pequeños Trovadores y recorrimos carnavales, clubes, concursos radiales, etcétera, etcétera, en un periplo que nos entusiasmaba más allá de los premios. El premio mayor vendría después, con la profesión y la sensatez de haber elegido bien”.
El músico, que también selecciona “Canción Esdrújula” y “Príncipe del manicomio” como las preferidas de su producción, tuvo como fuentes de inspiración a grandes nombres del folklore argentino como Jorge Cafrune y Gustavo “Cuchi” Leguizamón; a representantes del beat, como Litto Nebbia, y a los grandes del rock Luis Alberto Spinetta, Charly García, Frank Zappa, Jimy Hendrix y Los Beatles. También a los representantes cabales del jazz y de la música brasileña.
Sus comienzos artísticos se remontan a El Principio, su primera banda. Después surgiría Irreal, el grupo que luego tuvo como cantante a Juan Carlos Baglietto. Aunque sus características siempre fueron las de un compositor que interpreta su obra, también se registra el paso de Abonizio por otras formaciones: en la edición de 1983 del Festival de La Falda se presentó como parte del dúo circunstancial que formó con Jorge Fandermole para interpretar las obras de ambos, y también integró La Terraza , grupo que actuó sobre el final de la década del 80 en el que Adrián Abonizio aportaba su voz y su guitarra, con la batería de Ricardo “Topo” Carbone y el Mono Konan, en flauta traversa. En 1997, junto a Lalo De Los Santos, Rubén Goldín y Jorge Fandermole fue uno más del grupo Rosarinos, formación que editó un disco ese mismo año.
Sus inquietudes literarias excedieron la letrística. Desde comienzos de los 80 comenzó a publicar en revistas rosarinas como Risario algunas recopilaciones de los mitos ciudadanos, tamizadas por su óptica. Después vendrían las contratapas del diario Rosario 12 y los libros. En ese plano se destacan títulos como Aguafuertes del paraíso Rosarino (1990), Casa de fieras, (poemas, 1992), Deportivo Pocho (relatos, 2009) y la novela Tristes lobizones (2010).
A estas obras debe sumarse su labor como docente. Como tal dicta cursos y talleres sobre cómo hacer canciones en universidades y centros culturales de distintas ciudades argentinas.
La inquieta personalidad del artista lo ha llevado a encarar proyectos como el que lo encuentra, en 2011, integrando un trío con Sergio Sainz y Rodrigo Aberastegui, con quienes grabó dos discos: Cualquier tren a ningún lado y Embarcanciones (en preparación).
Discos
Abonizio - 1984
Los años felices - 1987
Todo es humo - 2000
Música para canallas - 2000
Cualquier tren a ningún lado (Abonizio - Sainz) - 2004
Extraño conocido - 2006
Tangolpeando - 2012
Rosarinos - 1997
Con Lalo De Los Santos, Rubén
Goldín y Jorge Fandermole
Libros
Aguafuertes del paraíso Rosarino (1990)
Casa de fieras, (poemas, 1992)
Deportivo Pocho (relatos, 2009)
Tristes lobizones (novela, 2010).
Programa
de radio
Por
Radio Nacional de Rosario.
Si
querés oír malos entendidos, chistes dudosos e inspiraciones engañosas
recubiertas de astucia vil más que de talento, Esta noche te acompaño. Si
querés escuchar improvisaciones verbales, música en vivo, oraciones que no te
llevan a ninguna parte pero tampoco muerden, Esta noche te acompaño. Esta noche
te acompaño, un programa de radio que reza por vos aunque no sabe muy bien en
que religión encauzar su fe. Un programa dentro de una radio, tal vez no un
programa de radio. Para saber más de todo este rejunte de iniciativa,
superchería y casualidades, oílo los martes de 23 a 24hs, por Radio Nacional
FM 104.5 MhZ. Un programa de Adrián Abonizio, con la producción de
Belén Albornoz.
Si te quedaste con las ganas
de más Abonizio,
visitá su blog: